sábado, 14 de junio de 2008

CANTOS A LA MUERTE


Dice el epígrafe de este libro de Ricardo Navia que “El poeta trágico se entrega al dolor más profundo, que desvirtúa todas las explicaciones optimistas de la existencia. Pero este sufrimiento –agrega- libera las fuerzas que no se darán de otra manera, y se establece como un valor último que por sí mismo es una respuesta. En esto –concluye- consiste el secreto del arte trágico, que es la afirmación más profunda del mundo, pues aún encuentra una revelación en lo que aparentemente no tiene sentido...”. Son palabras de Walter Muschg. Y esto halla su valor y pertinencia ante este autor, del que dice Julián Gutiérrez, su editor y prologuista: “Su poesía habita la paradoja, en protesta y resistencia contra la inmanencia de la razón: no trata de elegir el todo sobre la nada o el ser sobre el no ser, sino que trata de soportar el desgarro de la muerte, entrando en la herida”. Y también: “Navia no poetiza para tapar el vacío, poetiza para custodiarlo, abriéndole el pecho. Permaneciendo, no huyendo. El poeta no soslaya ese abismo, esa agonía, la padece y la testimonia a lo largo de toda su obra como una profunda afirmación del mundo”.

Tras estas palabras introductorias, intentemos un viaje, un recorrido, por este espacio, favorecido por una cuidada presentación de Ediciones Santiago Inédito. Bello libro, este Cantos a la muerte, de Ricardo Navia, que reafirma, por si fuera necesario, la pre-eminencia del objeto-libro por sobre las “ventajas” de los diversos y dudosos y postmodernos “sostenes” de la literatura. Varios y muy calificados exponentes de nuestras letras, se pronunciaron en diversos momentos sobre la obra de nuestro poeta de hoy. Entre ellos, Luis Merino Reyes: “Ricardo Navia se ha salvado a través de la poesía y de la vida plena con todos sus riesgos y no necesita de recomendaciones medrosas y prudentes. Sigues en pie, animoso y lanzado con fe en la palabra y en la tinta muerta, dispuesto a que el lector sensible de ahora o de mañana descubra toda la emoción y los poblados símbolos de su poesía”.

Y, ahora, entremos en la materia de su libro de hoy. Que su título pueda no atraer ni, por cierto, entusiasmar, es algo que yo daría por sabido. Sin embargo, más que una búsqueda de “la muerte”, yo postularía que se trata de una interrogación. Y una interrogación, si comprometida, también contradictoria. Cuando se habla de la muerte, se está hablando, también y simultáneamente –en la misma gestión, diríamos- del tiempo: “...y millares de angustias/ millares de curvas tristes/ destruyen los títulos del tiempo”.


Otro tópico es el de la soledad. Y cuando leemos que, hablando de la muerte, exclama, desafiante o aterido de indignación y del optimismo de la rebeldía: “¡Oh, dioses de la amargura! Quiero sobrevivir a vuestras cenizas; a carcajadas quiero renacer de vuestras sombras”, para agregar “Oh, Pueblo! La muerte, sobre el suelo, aún yace fresca, palpita, y de vez en cuando con su tétrico latigazo nos hiere. Sobre ella quiero florecer”, uno no puede sino pensar que al pesimismo tal vez inevitable del solitario, opone la esperanza del hombre total, es decir, del ser social. Se trata de un segundo nivel de tensión, pues el primero quisiéramos proponerlo para aquella que opone dentro del mismo sujeto al solitario amante con el buscador obstinado de la muerte.

Tengo por un verso clave de su poética, éste que nos ofrece Navia en “Volcánicamente”: “Mirad mis ojos llenos de sombras/ Y mi lengua de ventanas sin bosques”. Repito: “Y mi lengua de ventanas sin bosques. ¿Es esta la afirmación de un sujeto que, ventana, existe aun “sin bosques” que decir, expresar, hacer existentes? ¿O, al contrario de esta interpretación que arriesgo, no más arbitraria que otra cualesquiera, se trataría, más bien, de un sujeto exilado del mundo; de una negación de ese mundo a partir de una voz intemporal pero, otra paradoja del tiempo, que está fuera de él precisamente porque “vivo del instante huracanado”? Es decir, ¿la negación de un tiempo transcurriente, en beneficio de la sola sucesión de “instantes” que, cada uno, lo negaría así como en las viejas aporías eleáticas se negaba el movimiento? Y es que: “Amiga, mientras duermes,/ el alba se detiene en mi frente”. Y más adelante: “Desde las cruces del aire venía tu voz./ Tu voz de campana abierta,/ Tu voz de puerta que acariciaba mis párpados,/ Tu voz de alambre y luna...” Otras muestras de la tensión entre el yo de la moribunda y el sujeto vital, el “solitario amante”. Y yo agregaría, suprema negación de la soberanía de la muerte: “Amada, es tu cuerpo el mundo/ y tus ojos son el mundo/ y tus manos son el mundo/ y el viento de tus labios es el mundo”. En otras palabras, es el recurso al amor, que se hace evidente cuando nos encontramos en pleno, aunque aquí amargo, territorio del Cantar de los Cantares, como cuando dice: “Eres como una puerta./ Mi amada era una puerta/ que me habría su lámpara al hastío./ Mi amada era una puerta.// Mi amada era una llave/ Como una llave era mi amada,/ que me habría los cerrojos del delirio./ Mi amada era una llave”. Y lo de “amargo”, o despreciador de los dulzores del texto clásico, porque en un verso magnífico exclama: “Dime, en que noche desgarrada,/ en qué alondra o estatua de mariposa muerta, he de hallar tu labio, tu lumbre y tu canto...”

Pero la muerte existe, es el gran personaje, omnipresente y totalizador, y se nos ilustra así de “la risa de la muerte”, como de esa invasión que me hace su cómplice, algo así como un agente suyo: “Miro las calles pálidas y se va derritiendo en sombras...Miro los edificios y se convierten en humo inmóvil. Así transcurren los días, gota a gota, sordamente, los días prolongados hasta la muerte”. Y en otro lugar: ...la lluvia/ que está danzando quizá con la muerte.” Porque: “Mi muerte soy yo mismo”. Y es que: “Hay días en que todo cae/ como un grito convertido en estatua”. Y también: “...Te amo porque sé que hemos de irnos”, pues: “En lo que soy está mi adiós”.

Se nos ofrece una obra “trágica”, un prolongado cantar a la muerte, negación de la vida, adversaria de esa “carne que nos tienta con sus tiernos racimos” de que se quejaba Darío, y hallamos, ya lo dije, más bien una interrogación, un alegato apasionado, una tensión entre el yo que se sabe pasajero y el que sabe también en dónde hallar el fundamento de su esperanza. Por ello mismo, este “canto” es también, y esencialmente, un reto, un desafío. En conclusión, un fracaso de cualquiera interpretación conceptualizante: no se puede programar ni reducir la intuición, y un gran triunfo de la poesía.

Fernando Quilodrán
(Presentación del libro)

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