Por Julián Gutiérrez
aÁlvaro Leiva nació en Santiago de Chile, en 1967. Es poeta y profesor. Doctor en Literatura Hispanoamericana (Florida International University). A mediados de los ´80 formó parte del taller “Fines de Siglo” dirigido por Carmen Berenguer. Entre 1993 y 1995, fue miembro de la revista “Piel de Leopardo” junto a los poetas Jesús Sepúlveda, Víctor Hugo Díaz, Guillermo Valenzuela y Alexis Figueroa, entre otros.
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Ha publicado: Bienvenido a Bordo (1990), Exit only (2001), y Roquerío 68 (2008). Sus poemas aparecen en diversas revistas y antologías de España, Estados Unidos, Venezuela y Argentina.
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He aquí su reflexión profunda sobre sus comienzos, su propuesta y quehacer escritural.
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¿Cómo ocurrieron tus inicios literarios, en términos de ambiente, amistades e inquietudes?-Los inicios literarios corresponden a las etapas en que nuestro cuerpo e intelecto sobreviven al alejamiento del mundo simbólico. El niño que llevo no ha dejado de jugar, pero ha roto sus juguetes. Mis inicios literarios vienen del quiosco de la esquina. Allí seguía el hilo de las historias que iban formando la conciencia precaria de poeta. Para Octavio Paz la idea de poeta real (Pessoa) suponía ser “la conciencia de las palabras, la nostalgia de la realidad real de las cosas”. El poeta primitivo o “poeta inocente” habita en el mundo del pre-lenguaje, la intuición y la magia siempre han estado primero. En mi caso el asunto de ambiente y alteridad se suma el de una sociedad “Orwell 1984” cuyo escenario era una comuna popular del gran Santiago. Yo soy un sujeto secundario en una ciudad muescada por el maquillaje y la clonación urbanística. En mi coto familiar no había libros pero ocurrieron accidentes pertinentes. La culpable mayor fue una vecina del barrio Vivaceta que en plena dictadura llevó la poesía a la mesa de la once dieciochera. El contenido de las dos cajas para el joven eran el eclecticismo mismo. Tímidamente comencé a leer lo que más tarde entendería por literatura en traducción: Edgard Allan Poe, Charles Dickens, Mark Twain, Pearl Buck y una versión muy elemental del poema “Walden” de Thoreau. Las novelas en lengua materna de esa caja fueron artefactos de luz que a los 12 o 13 años derivaban en erotismo platónico; de modo que importante fueron Blasco Ibañez, Blest Gana, Vargas Llosa, Gallegos, Rojas que asistidos por un diccionario Sopena me acompañaban casi siempre a casa de mis abuelos paternos en Las Coimas, poblado en el valle de Putaendo. Allí fui entendiendo el poder de las palabras, el sentido del “carpe diem” y el duelo a muerte entre campo y ciudad.
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En Santiago, durante un estadía infernal en un colegio de padres dominicos, comencé a plagiar (una perífrasis a los 14) duro y parejo a Gustavo Adolfo Bécquer. Estos ejercicios estaban destinados a una Madonna receptor sin resonancia, ya sea por el implante sin anestesia de la fiebre disco y del consumo que nos hablaba Lihn en Paseo Ahumada. Pero la poesía no me entraba y la receptora aquella terminó siendo una díscola que cayó ante el primero que apareció frente a su puerta con una Yamaha en duro. Digo que el poema no me entraba pues seguía siendo “habla del silencio” y mi diafragma permanecía cerrado por la cantidad de imágenes que nos llegaban por bombardeo. No le creía a la poesía, no conocía a ningún poeta, eso era sospechoso.
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A fines de los años 80, participé en el taller dirigido por la poeta Carmen Berenguer. Allí conocí a Victor Hugo Díaz, Felipe Moya. En ese tiempo la militancia política en el movimiento secundario (COEM) y poblacional (Conchalí) me tenía desdoblado; no obstante, logré hacer buenas migas con poetas que también militaban como Jesús Sepúlveda, otro integrante del taller “Fines de siglo”. En casa de Berenguer conocí a los poetas Mauricio Redolés, Eugenia Brito, a Jaime Lizama, Rita Ferrer entre otros. Recuerdo que entre 1985 y 1988 pude conocer una gran variedad de personajes muy delirantes. Poetas que en su pequeño infierno-paraíso se transformaron en la mejor escuela: Guillermo Valenzuela, Carlos Decap, Egor Mardones, Álvaro Ruiz, Alexis Figueroa y Tomás Harris; éstos tres últimos en las visitas relámpagos a la capital penquista. El mismo año en que me fui de Chile, participé en un encuentro de Tomé, periplo iniciado junto a los bárbaros Víctor Hugo Díaz, Guillermo Valenzuela, Jesús Sepúlveda y en donde la figuras estelares eran Soledad Bianchi, Nemesio Antúnez, Eduardo Llanos, Jorge Montealegre. De ahí nacen mis poemas y amistades, ahí nacen los poemas que incluí en mi libro Bienvenido a bordo con fotos de las ruinas de Tomé (fábricas desmanteladas). De ahí los bárbaros se dirigieron a Concepción, albergados por el ahora artista plástico visual y profesor Juan Carlos Meje; luego los pasajes a Chiloé, todos subidos en el tren que ya no existe y sin un peso en los bolsillos.
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Por ese tiempo, la intoxicación era una forma de abrir las puertas de la percepción y el viaje atávico que nos alejaba de la ciudad. En ese primer periodo escribía y leía poemas muy alambicados, herméticos y con la ortografía de un estudiante de básica. A los veinte años tuve que emigrar a los Estados Unidos. Allí viene mi doble experiencia con la realidad de las cosas y la lengua adoptada que hizo que la nostalgia produjera otros ecos. Seguí escribiendo en castellano en ciudades latinas como Miami, en estadías cortas a Nueva York o Chicago, muy cerca de la rivera del Mississipi en el estado de Missouri; en zonas rurales y suburbios universitarios cerca de la otra ciudad en ruinas: Detroit, Michigan. Conocí a poetas y anarcos de la revista “Love and Rage” (Amor y rabia), pasé temporadas en Carolina del Norte donde visité al poeta Sergio Parra que residía en Durham. También conocí a otros poetas en casa de Jesús Sepúlveda en Eugene, Oregon como Paul Dresman y a Amado Láscar que vivió luego en Ohio. La ciudad me llevó la poesía a la mesa pero al mismo tiempo me abrió las puertas para escapar y ser el oteador, mirón o flauner que Walter Benjamin identifica en la poesía de Baudelaire.
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En 1993 ayudé a organizar la revista Piel de Leopardo, que como se ha dicho logró sobrevivir cinco números. Toda una hazaña si pensamos que era el comienzo de la transición tecnocrática y concensual. La dictadura del silencio. “La piel” fue una experiencia formidable de tamaño tabloide que se hizo circular en los quioscos de la capital como también en el extranjero. Por allí pasó mucha gente como colaboradores, artistas, productores, editores, etc. La lista es larga pero cabe nombrar a Sergio Retamales, el gran mecenas de Bellavista, Manuel Pertier el diseñador, Francisco Véjar, distribuidor.
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¿Qué autores influyeron en tu trabajo de aquel entonces?-He sido un lector desordenado pero intuitivo, coincido con las opiniones de otros entrevistados tuyos que señalan sobre la importancia de los poetas de lo vivido. Nuestras vidas pueden ser aburridas, chatas pero la posibilidad que nos da el texto de “ficcionar” nos lleva nuevamente a lo que piensa Octavio Paz del portugués Pessoa y sus heterónimos.
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Después de leer a Bécquer no leí mucha poesía chilena a no ser por la fugaz antología escolar del colegio. Preferí leer biografías y novelas como relatos “hard boiled” de los Estados Unidos, libros de historia y filosofía política, todo lo sacaba de esas maravillosas cajas. Intuitivamente siempre tuve inclinación por Carlos Pessoa Véliz, Huidobro, los integrantes del grupo Mandrágora. A Neruda, Mistral, los comencé a leer más tarde en la universidad y lejos de Chile. Leí en mi soledad yanqui a André Bretón, Carlos Oquendo de Amat (el peruano contemporáneo de Huidobro) al dominicano Mieses Burgos, a la poeta caribeña Julia de Burgos que terminó mendigando en las calles de Nueva York y que fue enterrada en 1953 bajo el nombre de Jane Doe. Afortunadamente volví a releer a Jorge Teillier en EE.UU. y lo encontré traducido al inglés al igual que Nicanor Parra, lo que me parecía algo para erizar los pelos. Especialmente a Teillier al que tuve el honor de conocer en el bar la “Unión chica”, poeta “ninguneado” en su propio país. Otro proyecto que me parece delirante, y que aún no puedo reponerme, es la obra poética objetual de Juan Luis Martínez. Estos dos últimos fueron mis dos referentes principales y aunque opuestos estéticamente nunca me han parecido incompatibles.
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¿Cómo definirías tu proyecto poético o ejercicio escritural?-Como una supresión del ego en que el sujeto poético regrese a sus formas orales de transmisión y con ello a la posibilidad de armonizarnos con la naturaleza. Que los poemas sean llaves con que abrir puertas y ventanas, no es creacionismo sino una volada y ruptura con el sistema que acecha nuestras vidas. Mi proyecto escritural debe unirse al autor que calibre bien esas intenciones. Que esté a la altura y pueda, sin ser esencialista, dejar sus huellas sin grandes verdades ni estéticas. Como dirigibles serían los poemas que más quisiera escribir, nada de escrituras en el cielo. Pero como soy de esos que nunca se interesarán por conocer el mundo de los poetas ni cómo se envisten de inmortales, me conformo que “me midan mis pares” (dice el poeta Álvaro Ruiz).
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Mi proyecto creativo se encamina hacia la metamorfosis del cuerpo y de la autoría. En el caso de que nuestra realidad fuera irreversible, esta vida quedaría atrapada en esta ecuación autor-obra. Traspasar las realidades a través de alteraciones de la conciencia sigue siendo una epifanía en el Arte mayor que está muy cerca al éxtasis del chamán con las plantas maestras o psicoactivas. Mi propuesta sigue siendo esa, dejar las huellas como cuentas en el camino e ingresar en el hoyo que señala el conejo de Alicia. En estos múltiples mundos y realidades están las máquinas de matar que horrorizan, son el “uncanny”, el terror. En esas imágenes me proyecto. Pero antes del éxtasis recurro a las imágenes de la guerra, las masacres, el odioso capital y la enfermedad del consumo. Siempre recurro a las redondillas “Hombres necios que acusáis…” de Sor Juana Inés de la Cruz porque me ayudan a entender mi tiempo y la maquinaria de signos poéticos viriles de los poderosos y letrados.
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¿Qué factores consideras determinantes en el proceso creativo?-Vivir, sin vida estamos fritos. Delirar. La poesía es un acto en que intervienen no sólo los sentidos humanos sino los otros mundos, objetos independientes que nos evocan y transmiten señales con lenguaje propio. Me explico, si uno lee poesía no occidental se da cuenta nuevamente que la palabra era una especie de llave para abrir umbrales y, de paso, sacarnos del encierro de signos y significantes que se nos impuso desde las jerarquías del conocimiento o sabiduría. La soledad, el abandono, la miseria, los viajes de la conciencia por “paraísos artificiales” o la idea del estar aquí y ahora es determinante.
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Para ello el proceso creativo no debe tener impacto social, no puede ser mercancía en concurso. Sí el poeta no tiene que comer debe recurrir a los sueños. Don Quijote se queja de Sancho porque éste se preocupa por el jamón y la cebolla, en cambio “el hombre de la figura triste” hace ayunas. Esta analogía me conmueve, siento que el poeta para crear debe negar su existencia como tal, debe anular su autoría como lo hizo Martínez en La nueva novela. No es sólo un asunto de Barthes y del estructuralismo, esto es mucho más viejo, pensemos en El mío Cid y en el Lazarillo de Tormes. Entonces, qué es lo determinante en el crear, pues creerse el cuento y no esperar nada de nadie. No buscar ningún reconocimiento (premio). Eso del éxito te parte el corazón, te hace recobrar la cordura que es la gran tragedia de la humanidad, al menos para Cervantes. Lo que siempre me atrajo del poeta norteamericano, al menos en su prototipo, es que le da lo mismo escribir de noche y atender una gasolinera de día; el poeta Raymond Carver es por lo mismo muy respetado, un don Nadie que “no está ni ahí” con ocupar la figura del intelectual becado.
a¿Qué criterios usas para identificar un buen poema?-Pues identificar el ritmo del silencio del mago, del alquimista, del chofer de taxi, del proxeneta de las imágenes. Las palabras están cargadas con el polvo mágico y las imágenes deben cobrar vida a los moribundos de espíritu y materia. Las imágenes deben no sólo dar testimonio del dominio del Arte mayor y su larga tradición sino de los aprietos humanos en que incurre el liróforo. Un buen poema, para alguien que sabe bien poco de poesía como yo, es aquél que no promueve ninguna escuela, ninguna línea de pensamiento. Por el contrario es el que logra conectarnos con lo perdido, con lo extraviado. Ahora para mí y para mis compinches, como Jorje Lagos Nilsson, no existen poemas buenos o malos. Más bien existen poemas que la humanidad lectora reconoce o reconocerá como propios o ajenos. Para mí el poeta que no impide que la poesía sea leída en esta época o en la próxima cumple su única función: sacarnos del reino del aburrimiento y lo predecible. El buen poema es como el buen acto de magia, esta idea la comparte plenamente Artaud, Breton, tiene que dejarnos al borde del no creer, del no estar allí. Eso sí, el poema debe procurar que la anécdota humana quede subordinada al juego de palabras y a los malabarismos del mago. Nada que venga del pensamiento, pues soy de los que creen que del habla nace el acto de pensar y no al revés.
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a¿Qué criterios usas para identificar un buen poema?-Pues identificar el ritmo del silencio del mago, del alquimista, del chofer de taxi, del proxeneta de las imágenes. Las palabras están cargadas con el polvo mágico y las imágenes deben cobrar vida a los moribundos de espíritu y materia. Las imágenes deben no sólo dar testimonio del dominio del Arte mayor y su larga tradición sino de los aprietos humanos en que incurre el liróforo. Un buen poema, para alguien que sabe bien poco de poesía como yo, es aquél que no promueve ninguna escuela, ninguna línea de pensamiento. Por el contrario es el que logra conectarnos con lo perdido, con lo extraviado. Ahora para mí y para mis compinches, como Jorje Lagos Nilsson, no existen poemas buenos o malos. Más bien existen poemas que la humanidad lectora reconoce o reconocerá como propios o ajenos. Para mí el poeta que no impide que la poesía sea leída en esta época o en la próxima cumple su única función: sacarnos del reino del aburrimiento y lo predecible. El buen poema es como el buen acto de magia, esta idea la comparte plenamente Artaud, Breton, tiene que dejarnos al borde del no creer, del no estar allí. Eso sí, el poema debe procurar que la anécdota humana quede subordinada al juego de palabras y a los malabarismos del mago. Nada que venga del pensamiento, pues soy de los que creen que del habla nace el acto de pensar y no al revés.
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¿En qué proyecto literario estás trabajando actualmente?-Dos libros míos de poesía que llevo por publicar hace años, uno es Ciudad Tropelía y el otro es Iwana. El primero es una mezcla de poesía en prosa, microcuento, aforismos y lirismo en donde el subjetivismo del sujeto poético encarna una lucha frontal en el espacio urbano al que llamo “Ciudad Tropelía”. Pensemos que el vocablo “tropelía” tiene una acepción en desuso: “arte mágica que muda las apariencias de las cosas” y es, a la misma vez, sinónimo de “ilusión” (RAE). Mundilandia, Sanhattan, metrocity, cualquiera de estos neologismos apuntan a la misma cosa, la ciudad como un escenario montado, imaginado como un set de televisión (ojalá fuera de cine). Este poemario se origina desde la experiencia gringa cuyo referente es la letra impresa y su fuerte tradición oral. Lo sitúo durante mi estadía en la Nortemérica rural a fines de los años 90 cuando cursaba estudios de posgrado. Pues estoy solo en el “sur profundo” de Faulkner que no encajo, a no ser como meteco chileno plantado desde su patio infantil lleno de memorias de ciudades que el sujeto poético nunca logra reconciliar.
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El segundo es un proyecto de texto oral que inicié a partir del “911” de Nueva York. La iwana representa el pensamiento “salvaje”. Si para Roger Bartra el “axolote” (salamandra) simboliza al mexicano, para mí la “iwana o iguana” simboliza la idea de nacionalidad en su conjunto. Sin embargo me quedo con la misma idea que llevó a Julio Cortázar a escribir el cuento “Axolotl”; es decir, tratar de escribir no en carne del otro, en este caso, el otro es el “nosotros” sino negarse precisamente a la metamorfosis, para quedarnos en ese estado primordial. En ese proceso de hablar “como la harían las iguanas”, se logra reproducir el silencio que deja el ruido mundanal de la desmodernidad que nos toca vivir. Esta Iwana “es mitad iwana mitad nihilista” y representa una defensa a la poesía autoreferencial pero desde precisamente la destrucción del yo antropocéntrico. Es un sujeto que está cansado del beep tecnológico, del lujo, la hipocrecía, las ciudades, aeropuertos, despachos de la academia, corporaciones y laptops. Es una invitación a la subversión del verso (sub-verso) y la materia que lo nutre. Es caos pero del bueno. Esta Iwana quisiera hablar mapudungun, quechua pero sólo le alcanza para el castellano y el inglés. Después de estos proyectos quisiera también irme a Abisinia aunque me conformo con largarme de las urbes y juntarme con otras iwanas cansadas de lo mismo.
(Foto: Jorge Aceituno)
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