En la poesía chilena actual que me ha sido posible conocer, el trabajo de Francisco Véjar me parece sobresaliente, por lo que este acto de presentación de su nuevo libro tiene hoy para mí un sentido muy especial. Desde luego, no lo siento como la repetición de una ceremonia en la cual alguien invita a sus oyentes a compartir la experiencia de una determinada lectura. Yo quisiera agregar a esa cordial necesidad una significativa e intensa nota de fervor. Y esto, porque desde mis primeros encuentros con poemas suyos en antologías y en sus libros iniciales me sentí convocado por esta palabra siempre exigente y precisa, y siempre traspasada por sugerentes y ricas resonancias. Hay que decir, además, que tales resonancias tienen un secreto poder que se va revelando en sucesivas relecturas, pues ésta es una poesía invocadora de la convivencia que es siempre una relectura: lo que llamaría "ondas expansivas" de ese poder llegan al lector comprometiendo al mismo tiempo su emocionalidad y su inteligencia. Algo de eso es lo que Hugo Mujica describe en la nota de contratapa al hablar del "entrañable amor a la vida" subyacente en la escritura de Véjar: el haber entendido, dice, que muerte y belleza son una misma realidad.
Francisco Véjar, lector de poesía singularmente lúcido e informado, acierta una vez más, por su parte, al leerse a sí mismo y dar la clave justa para acercarse a sus poemas, cuando anticipa en su "Nota del autor" algunas de sus constantes centrales, como el paisaje, la ciudad, la costa, el jazz y la muerte. Tales temas o lugares poéticos aparecen y reaparecen en sus textos, y constituyen la base fundacional de un mundo propio, fugazmente próximo a otros mundos queridos de sus lecturas y reflexiones, pero que se impone en seguida como figuración única y personal: una figuración que la segura mano de Francisco Véjar despliega verso a verso.
Francisco Véjar, lector de poesía singularmente lúcido e informado, acierta una vez más, por su parte, al leerse a sí mismo y dar la clave justa para acercarse a sus poemas, cuando anticipa en su "Nota del autor" algunas de sus constantes centrales, como el paisaje, la ciudad, la costa, el jazz y la muerte. Tales temas o lugares poéticos aparecen y reaparecen en sus textos, y constituyen la base fundacional de un mundo propio, fugazmente próximo a otros mundos queridos de sus lecturas y reflexiones, pero que se impone en seguida como figuración única y personal: una figuración que la segura mano de Francisco Véjar despliega verso a verso.
Leyéndolo y releyéndolo en estos días he recordado una feliz formulación de Gabriela Mistral, que en su recado sobre Joaquín Edwards Bello hizo la memorable distinción entre lo que ella entendía como el 'ojo recogedor' "y el otro que está más adentro y que es el 'transformador'": en el caso de Véjar, el espectáculo de lo real y mucho más cuando funciona ese ojo "transformador", multiplicando el sentido de las constantes señaladas por el mismo poeta: paisaje, ciudad, costa, pero puntuadas al final por la mención de la muerte. Porque esta poesía es engañosamente cotidiana y directa: su dimensión más profunda es metafísica y su tema último se llama tiempo, o fugacidad y fragilidad del ser.
La atracción de la sugerencia mistraliana no es caprichosa referida a Bitácora del Emboscado. Se me ha ocurrido al advertir la notable configuración de un verdadero campo semántico constituido por la frecuencia con que recurre en los poemas el acto de ver, mirar, contemplar, divisar: "el cielo se ve sólo una vez"; "los ojos se desprenden del peso de la noche"; "vemos desfallecer las nubes"; "hasta el río que contemplamos"; "la presencia del río en el campo visual" "la llama que queda en nuestros ojos"; "pájaros que veo volar"… Y de pronto, en medio de ese móvil panorama de lo visto surge su negación más sombría: la ceguera, la imposibilidad de ver: "no andar a tientas, ciego"; "nuestra suerte sigue en manos de los ciegos", etc. 'Signos valorizados', llamó Pierre Guiraud a esa recurrencia de voces de significación semejante en la obra de un poeta, y cuyo resultado es profundizador del sentido más pleno de una poesía. La de Francisco Véjar ilustra esa idea de manera ejemplar.
Y por esas avenidas y otras abiertas con sutileza consumada en es Bitácora del Emboscado, pueden discurrir largamente sus lectores y celebrar, entre otros hallazgos felices, la exactitud expresiva de este autor cuyos versos, por fortuna para todos nosotros, no conocen ni el exceso ni la gratuidad.
La atracción de la sugerencia mistraliana no es caprichosa referida a Bitácora del Emboscado. Se me ha ocurrido al advertir la notable configuración de un verdadero campo semántico constituido por la frecuencia con que recurre en los poemas el acto de ver, mirar, contemplar, divisar: "el cielo se ve sólo una vez"; "los ojos se desprenden del peso de la noche"; "vemos desfallecer las nubes"; "hasta el río que contemplamos"; "la presencia del río en el campo visual" "la llama que queda en nuestros ojos"; "pájaros que veo volar"… Y de pronto, en medio de ese móvil panorama de lo visto surge su negación más sombría: la ceguera, la imposibilidad de ver: "no andar a tientas, ciego"; "nuestra suerte sigue en manos de los ciegos", etc. 'Signos valorizados', llamó Pierre Guiraud a esa recurrencia de voces de significación semejante en la obra de un poeta, y cuyo resultado es profundizador del sentido más pleno de una poesía. La de Francisco Véjar ilustra esa idea de manera ejemplar.
Y por esas avenidas y otras abiertas con sutileza consumada en es Bitácora del Emboscado, pueden discurrir largamente sus lectores y celebrar, entre otros hallazgos felices, la exactitud expresiva de este autor cuyos versos, por fortuna para todos nosotros, no conocen ni el exceso ni la gratuidad.
Pedro Lastra
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